domingo, 14 de febrero de 2016

Desde Que La Vi


Desde que entró en mi vida, nunca más nada pudo considerarse normal. Y no sé si decir que ella entro en mi vida es correcto, quizás yo entre en la suya. O quizás la percibí en ese momento determinado, pese a que ella siempre estuvo ahí.

Durante 7 años hice el mismo camino al trabajo. Siempre la misma ruta. Conocía todos los adoquines, cada surco en cada casa y la forma de las hojas de cada árbol. Podía determinar si llovería o haría calor de acuerdo a la posición de las flores de una plaza. Pero ahora me doy cuenta que caminaba con los ojos cerrados, mirando sin ver. La gente alrededor mío eran fantasmas, actores secundarios en una obra que desaparecerían con la misma velocidad que entraron en mi camino. 

Hasta que me choque con tu pilar.

Mi reacción instantánea fue disculparme. Quizás me había chocado con alguien, estando demasiado compenetrado en mi café y mi diario. Pero rechacé esa opción inmediatamente y fue remplazada por enojo. Prendí mi consciencia y apague el piloto automático para tomar noción de donde estaba. 

Estaba cerca del trabajo, me había bajado del subte y estaba en el medio de Plaza de Mayo. Como era posible que me hubiese chocado con el pilar del centro de la plaza. ¿Yo? Que había hecho esta ruta durante años, que la conocía mejor que a mi propio cuerpo. La única respuesta probable es que la marea de gente me había ido llevando, cual niño que vuela un barrilete, a chocar con el pilar. Es por eso que el enojo reemplazo a mi deseo de disculparme.

Aún sin embargo no estaba decidido en que sentir, dado que también considere tener vergüenza. 

¿Quién jamás se ha chocado con una estatua? O peor aún ¿el pilar de una estatua de 15 metros de alto? Abrazando esta vergüenza sopesé simular que nada había pasado, zambullirme de nuevo en la marea de gente, entrar en mi rutinario trance y no despertar hasta que hubiese llegado al trabajo.

Hoy en día me doy cuenta que ni siquiera ahí me hubiese despertado del trance. La rutina me mantendría dormido de por vida. Camino al trabajo, trabajo, camino a casa, casa, más trabajo, dormir y volver a empezar. Ese pequeño accidente fue quizás lo primero que me despertó en años.  

Estaba por primera vez despierto.

Como si el propio sol quisiera darme la razón decidió enviarme un cálido rayo de luz que me beso la frente, como una madre a un recién nacido. Me percate que el día estaba frio y terriblemente nublado. Pero el sol igual me besó, y disfrutando ese beso alcé mi mirada hacia él. Solo que no lo vi. La vi a ella.

Su belleza no puede ser descripta, mas quizá con lo que me hizo sentir. Encima del pilar estaba la estatua de una mujer. Vestida con una toga, su cabello largo confería movimiento a su figura. Tenía una corona de rosas en la cabeza y los ojos cerrados. En su mano tenía un escudo y nada más. No necesitaba nada más.

Durante exactamente 9 segundos sentí, literalmente mi corazón dejar de palpitar, dejando una sensación de ardor en el pecho y la incapacidad absoluta de ingresar aire en mis pulmones. Fue una sensación espantosa y hermosa en simultáneo. Como quien está a punto de ahogarse sabiendo que está a tan solo unos metros de salir a la superficie, el pecho quema y la garganta desgarra. Sin embargo al emerger y tomar esa bocanada de aire, los pulmones se llenan de vida. Duele sí. Pero uno entiende que está vivo. Creo que es el ejemplo más apropiado para describir lo que sentí. Imaginé un sendero de luz blanca y espuma de mar. Una única lágrima salió de mis ojos, quemándome las mejillas y dejando en mi pecho al caer, una cicatriz.

 Me di cuenta que muy posiblemente era la primera vez que tenía los ojos abiertos. Si alguien se me hubiese acercado para decirme que acababa de nacer, no lo hubiese dudado.

Desde ese día, mi camino al trabajo tomó una hora más a la ida y una hora más al regresar. Debía obligatoriamente frenar a admirar la belleza de la estatua y permitirme disfrutar las extrañas sensaciones que me producían. Dejé de soñar en las noches para ser desvelado por esa imagen en mi cabeza. Increíblemente jamás me sentí cansado. No recuerdo poder pensar en otra cosa que no fuese ella.

Aproximadamente 100 días después, aún frenando para admirarla; rutina que se había convertido en el epicentro de mi vida, mi razón para despertar y energía para moverme; una voz detrás mío dijo –“Bajo la luz de la luna”- . Pero cuando me di la vuelta no había nadie ahí. Creí vislumbrar el contorno de un hombre enorme con un sombrero de ala ancha mezclándose en la multitud, pero eran tantas las chances de que haya sido él como las de que no, por lo que no le di mayor importancia. 

¿Bajo la luz de la luna? Me pregunté. Cuando alcé la mirada para despedirme de ella un cuervo negro se posó sobre su hombro izquierdo.

Esa noche sin estar en trance, observé que había luna llena. Y que jamás había visto un cuervo en Buenos Aires. Así que decidí dejarme llevar por el sueño. Caminé hacia ella. Temía que si no fuera hacia ella de otra manera que no fuese caminando, lo que fuera que tenía que suceder, no ocurriría.

No sé cuánto tiempo me tomó. Pero nunca me había dado cuenta que las ciudades tienen vida propia. Que los edificios respiran. Que las calles transpiran y las luces comen. Todo alrededor estaba vivo, hambriento y estático.

Cuando finalmente llegue a ella, la luna parecía iluminar aún más que el sol, y todas las luces de esa plaza, quizás de Buenos Aires, o hasta a donde a mí respecta, el mundo entero, se apagaron.

El cuervo seguía en su hombro izquierdo y un segundo se posó sobre el derecho. La luz de la luna la hacía aún más bella, cosa que creía imposible. Perfecta. Y por un segundo, quizás menos… sus ojos se abrieron. No solo se abrieron sino que en ese mismo segundo, el segundo más largo y más corto de mi vida, esos ojos me miraron y un fugaz brillo atravesó su mirada con una luz dorada y plateada, que sospecho, si alguien hubiese estado viéndome, habría encontrado durante el lapso de ese segundo, también en la mía. Ese segundo fue suficiente para darme cuenta que no solo era una estatua. Era la siempre eterna luz que quería tener en mi vida. Quizás incluso más. Me pertenecía y no me pertenecía. Yo era suyo y no lo era. Pero tenía que liberarla.

Como esperando que ese pensamiento atravesase mi mente cual bandera de largada en una carrera, ambos cuervos se lanzaron en picado hacia mi fusionándose entre ellos en uno solo: Hugin y Mugin (como aprendí en ese instante se llamaban los cuervos) convertidos ahora en una sombra negra me golpearon tan fuerte en el pecho que me tiraron dos metros hacia atrás y caí golpeándome la nuca contra el duro piso.

Me desperté no tanto tiempo después, dedujé dado que seguía siendo de noche y la luna aún iluminaba todo. Como proclamándose, como de hecho lo hizo mucho antes de que nosotros caminásemos la tierra y los sueños, la reina de la noche. Encima del pilar, ella tenía los ojos cerrados. 

Era mi misión, mi vida, hacer que los volviese a abrir.

La sombra negra resultó ser un sombrero de ala ancha de cuero y plumas aceitosas, frio y agradable al tacto. Sin saber bien porque, me lo coloqué y una idea hablada por dos voces, el pensamiento y la memoria, me develaron en simultáneo cómo debía despertarla: -“Música, Nadie Presente”-. Dijeron. -“El Lugar Más Frio”, “Nadie Presente”, “Solo”, “Frio”, “Sacrificio”, “Sueños”,  “¡DESPIERTA!”-Gritaron.

Y comprendí que debía hacer. Si bien no estaba demasiado seguro del cómo. Tenía que buscar el lugar más frio del mundo. Quizá incluso más que otros mundos. Borré instantáneamente los pensamientos infantiles que me asaltaron, como los de ir al polo norte. Dudaba mucho encontrar la respuesta ahí. Pero si recordé haber leído sobre Hierapolis, ciudad ahora conocida como Pamukkale en Turquía. Ciudad que había visitado y me había enamorado profundamente. Comprendí en ese entonces el porqué.

Tenía que volver. Sin perder más tiempo me quité el sombrero, tomé un taxi a casa, empaqué lo necesario, frené en una tienda musical en el camino a Ezeiza y me dirigí hacia el aeropuerto sin pasaje.

No fue demasiado difícil conseguir uno. 47 horas después estaba en un micro saliendo de Estambul rumbo a Pammukale.  Tres días y medio habían pasado desde la noche de la luna en la plaza de la estatua, y si bien no había logrado pegar un ojo (nunca pude conciliar el sueño en los aviones) la ansiedad opacaba completamente el cansancio.

Caminé el valle y subí la montaña de calcio descalzo mientras el agua semi-congelada latigaba mis tobillos. Entre medio de las ruinas romanas y griegas busque lo que se supone que debía estar buscando. Cuando el sol se encontraba en su punto más alto dos columnas proyectaron la sombra de una puerta que no debía existir. Y sin embargo ahí estaba. Tomé la guitarra que había comprado camino al aeropuerto, me coloqué el sombrero negro y abrí la puerta.

Una escalera en espiral, sin paredes a ninguno de sus lados, descendía eternamente. Si bien mi corazón se encogió al ver tanta obscuridad y todo mi instinto gritaba y pataleaba para que dé la vuelta y volviese a las ruinas de Pamukkale, pensé en ella para invocar la valentía suficiente para acallar mi temor y comencé a descender.

No sé cuánto tiempo baje esas escaleras. Quizás fueron horas, quizás días. Eran demasiado estrechas para sentarme y toda mi concentración estaba puesta en que mis tobillos, completamente exhaustos, no se torciesen por el cansancio. De lo contrario sería mi fin. Suponiendo que había un final para todas esas malditas escaleras. A medida que fui descendiendo me percaté que había tres anillos de obscuridad distintos, cada uno más obscuro que el anterior. Dante no estaba tan alejado con lo de los círculos del infierno después de todo. Solo que no eran 7. Tan solo 3.

Creó que en el camino morí varias veces. Solo recuerdo arrodillarme en un piso negro como la brea y de una consistencia que me hizo pensar en agua sólida. No hielo. Solo agua sólida.

Una puerta de madera despedía una luz blanquecina por una fina hendija, y supe que tenía que sacrificar algo para poder abrirla. O que más bien necesitaría de algo para poder salir del cuarto que despedía esa luz blanquecina. La guitarra que llevaba conmigo estaba aún libre de golpes y magulladuras, no obstante sabía que no iba a sobrevivir la tarea que estaba en frente mío, con una simple funda de cuero como la que estaba llevando.

Un perro negro como la obsidiana se hizo presente ante mí y me dijo sin decir, que a cambio de un sacrificio él me daría el instrumento que estaba buscando. Le prometí con mi pensamiento y mi corazón, que si me daba ese instrumento, después de que haya realizado mi tarea, podía quedarse con mi brazo derecho. El perro, sonrió una sonrisa siniestra, que significo muchas cosas al mismo tiempo, pero la más importante fue que aceptaba el trato. 

La funda de la guitarra ya no era de cuero, sino que ahora se convirtió en piedra. Una piedra pesada y áspera al tacto, gris marmolada con el color de las cenizas. El único material que podría mantener el sonido del frio más frio que existe.

Cuando abrí la puerta de madera, sobre una silla roja en el cuarto más blanco que pudiera alguien imaginar, estaba sentado un hombre. Su cabello era tan rubio como la arena del desierto, sus ojos tan celestes como el cielo al salir el sol luego de una tempestad. Su belleza no solo intimidaba, sino que asustaba. Unas alas negras enormes se agitaron cuando entré en la habitación. Y sin mirarme, este hombre hermoso señaló con el dedo, un perfecto diamante en el medio de la habitación blanca como el día y dulce como el pecado.

Si alguna vez creí haber tenido miedo, estaba equivocado. Ese momento fue el miedo. Ese momento debería haberme desgarrado por dentro y hacia afuera, condenándome al peor de los castigos: no existir. De no haberla conocido a ella, de no haber sabido de su existencia, de no haber elegido liberarla y hacerla parte constante de mi vida no podría haberme sumergido dentro del diamante.

Pero lo hice.

Saque la guitarra de su funda de piedra y me metí con un solo paso firme y sin permitirme flaqueza, dado que si lo dudaba fallaría inminentemente, dentro del diamante.

El lugar más frio que existe. Mis ojos se cristalizaron, el aire dentro de mis pulmones se solidificó, agujas de tejer invisibles se internaron en cada uno de mis órganos, mis pensamientos fueron teñidos absolutamente por todos los fracasos de mi vida, de todas las vidas, por todo el dolor perpetuado hacia los justos por personas injustas. Solo la memoria del fulgor de la mirada de la estatua le dio la energía a mis músculos para tomar la guitarra y tocar una melodía, la única melodía que conocía, que podría convertir auténticamente el dolor en algo más profundo.

 El hombre rubio sonrió y una lengua viperina humedeció sus rosados labios.

Si bien las cuerdas vibraban ningún sonido salía de la guitarra, pero ya había comenzado a tocarla y no pensaba detenerme. Cuando finalicé guardé la guitarra en el estuche de piedra y emergí del diamante del frio absoluto.

Mis ropas se desintegraron inmediatamente, dejándome desnudo con mi estuche de piedra frente al hombre rubio de las alas negras. El perro entró en la habitación y mi brazo derecho se cerró en un puño que no pude volver a abrir jamás. El hombre agito sus alas y el sombrero, que se me había caído al entrar en el diamante (o había elegido no hacerlo) llegó hasta mis pies. Me lo coloque con mi ahora única mano, agarré la funda de piedra y escuché dentro de mi cabeza la palabra “¡¡DESPIERTA!!”- 

Pronunciada por dos voces simultáneas.

Estaba de regreso en Buenos Aires. Estaba en mi casa.

No podía contener más la ansiedad. Me vestí lo más deprisa que mi única mano me permitió y me dirigí, estuche de piedra en mano, hacia la plaza de la estatua. Una vez allí, saque la guitarra y la coloque a los pies del pilar, en un lugar donde estaba seguro que al salir el sol, le daría directamente.

Mirando de nuevo a la estatua, sin saberlo por última vez, salí de la plaza rogando que funcione. Si bien era invierno, la luz del alba brillo con más fuerza de la que jamás había brillado  calentando la guitarra (y por ende las notas) que el diamante había congelado, y la funda de piedra mantenido, permitiendo que solo la estatua las oyera al derretirse, como se suponía que debía pasar. Aunque yo no estaba presente, sentí que eso había sucedido y pude imaginar como con engañosa pesadez la estatua descendía del pilar para volver a la vida, revitalizándose con cada nota que había tocado dentro del diamante.

Cuando volví al mediodía el pilar en el centro de la plaza estaba vacío. Y comprendí que ahora ella estaba libre, rondando la ciudad. Solo debía encontrarla. No buscarla. Encontrarla.

Y hoy en día te busco y te espero. En cada persona que veo intento ver ese fugaz brillo único en tu mirada. Intento percibir si sos realmente vos. Temo que estés ahí, enfrente mío y no te esté viendo. Ese se convirtió en mi mayor temor. Es por eso que vivo siempre con la mirada despierta y los oídos atentos. Sé que estas cerca, porque en ocasiones mi puño derecho tiembla y amaga a liberarse del sacrificio hecho. Sé que debo vivir buscándote y encontrándote, no esperándote. Sé que debo sonreír mucho y a menudo. Reír con fuerza y mirar a los ojos. Sé que no debo pestañear, dado que ese fugaz brillo puede aparecer justamente en ese pestañeo. Sé que me visitas en sueños y que si vivo así… sé que si hago eso… volveré a encontrarte. 

Pedro Gomez Goldin.

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