domingo, 14 de febrero de 2016

Carusso y Coquí


Carusso no era un mal muchacho. No podríamos llegar a categorizarlo de un pan de Dios tampoco, pero no era un mal muchacho, de eso estoy seguro. Pecaba de ser influenciable. No por todo el mundo eh, ojo al piojo. En sus propias convicciones no.

Cuando algo se le metía en el marote el muchacho resultaba inamovible. Férreo y sin fisuras. Terco como una mula incluso.

Pero no, el problema de Carusso es que se perdía.

Bha cuando digo “EL” problema suena a que tenía uno solo.

Dichoso es el ternero, que solo teme al peligro del cuchillo ¿no? Digamos el principal mejor, queda más real. Como veníamos diciendo, Carusso se perdía. Bien podría estar almorzando con su abuela y levantarse para ir a lavar los platos para encontrarse en la estación de ferrocarriles de Retiro, sin la menor idea de que empresa lo había llevado hasta allí. O podría estar jugando un pool con amigos un martes a las 15:00 (horario en que uno frecuenta bares de pool, claro está), y de repente estarle revoleando un sifón de soda a un colorado, para deleite de Coquí.

¿Ya mencionamos a Coquí? Creo que no.

Coquí se presentó asimismo como un agente del inframundo.

“¡Un demonio!”- Exclamó un joven Carusso entre asustado y entusiasmado.

“Demonio es un término antiguo y francamente peyorativo, prefiero agente del inframundo Carusso”-Explicó Coquí mientras se peinaba con las manos su anaranjado pelo.

“Vos sos el tipo ideal para ayudarme”- convenció Coquí a Carusso. 

“Hay muchos sujetos en este mundo, que nos pertenecen, y como agente oficial, tengo el orgullo de contratarte para esta misión especial”- dijo Coquí mientras le entregaba una medalla invisible que Carusso se colocó orgulloso sobre el guardapolvo y nunca jamás se sacó.

“¿Qué significa que les perpenecen?”-


“Pertenecen Carusso, pertenecen. Significa que viven acá, pero no tendrían que estar acá. Tenes que mandármelos a mí, para que yo les muestre el camino a su verdadera casa. ¿Me entendes, no querido?”- Preguntó Coquí con una sonrisa con demasiados dientes. Aunque exageradamente amable, mientras con una mano fina y delgada le sacudía el polvo de tiza de los hombros.

Carusso se mantuvo callado, no demasiado seguro de que le estaba solicitando su nuevo amigo.

Coquí intentó una nueva estrategia. “Decime esto, ¿No te parece que hay gente que no debería estar acá? ¿Gente que simplemente te dan la sensación de que no van?”- Preguntó graciosamente Coquí.

“¿Cómo la profe Ramírez?”- Inquirió entusiasmado el joven Carusso.

“¡¡¡¡Como la profe Ramírez!!!!”- Respondió Coquí lleno de excitación y alegría mientras saltaba alrededor de un divertido Carusso, bailando en semi-circulos que cambiaban constantemente de dirección a un ritmo imaginario enganchándose entre sus codos.

“La profe Ramírez fuma en el balcón de la sala de profesores y estamos en otoño… está muy resbaloso por la lluvia en otoño, ¿no es cierto Carusso?”-

“Si”- Accedió Carusso.

“Bueno vení conmigo… solo va a requerir un pequeño empujoncito de tu parte. Yo la voy a recibir en casa”- Sonrió Coquí.

Esa misma tarde Eugenia Ramírez, profesora de 4to grado del Sagrado Colegio Francisco Muleiro de un pequeño pueblo dentro de la provincia de Buenos Aires, pero cerca de Santa Rosa, resbaló del balcón del 3er piso de la sala de profesores donde salía a fumar todos los recreos y acaso en ocasiones, durante los exámenes de sus pequeños alumnos.

Fue la primera persona que Carusso le envió a Coquí. Al cabo de unos años perdió totalmente la cuenta.

Si bien Carusso muchas veces se perdía, como destacamos previamente, se convirtió en un hombre hecho y derecho, con convicciones relativamente claras, ordenado en su proceder y un poco tímido.

Coquí rara vez le abandonaba. Valoraba enormemente su amistad. Fue gracias a él que pudo recibirse, en la medida que le soplaba descaradamente todas las respuestas de cuanto examen parcial y final tuviera. Aún si fueran orales.

Carusso trabajaba en su misión encomendada por Coquí todos los días, sábados y domingos incluidos. No tenía un registro normal del tiempo o los días. Sabía que era de noche cuando veía la luna, y de día al ver el sol. Coquí insistía que así es como debería ser para todos.
Carusso notó que su amigo tenía un especial desprecio para con los personajes que pronosticaban el clima en los noticieros y radios, incitándolo a que no deberían estar en ese mundo y que debía no solo enviárselos, sino de maneras extremadamente calamitosas. Pero Carusso sabía que las opiniones personales de Coquí al respecto poco importaban. Eventualmente se percató de que las personas a ser enviadas llevaban una suerte de etiqueta invisible que solo él podía leer.

Coqui podía hacer sugerencias, pero con los años era él mismo quien, en última instancia, tenía la última palabra. Jamás recurría a una violencia explícita si podía evitarla. Lo suyo era un trabajo a realizar en el momento y lugar adecuado. Prefería sacarse la obligación de encima inmediatamente y no postergarla de ser posible, dado que si se distraía seguramente nunca más encontraría a quien debía enviar. O acaso no lo recordaría. O tendría mejores cosas que haces, que tanto ni tanto.

Una mañana fría, húmeda y llena de niebla Carusso salió de su casa, si es que acaso era su casa, con la idea de comprar un Wok. El suyo ya estaba demasiado rasqueteado, lleno de óxido y francamente inusable.

El subte tenía lugar de sobra, lo cual para una persona normal hubiese sido sorprendente dado que era hora pico. Pero a Carusso le chupaba un huevo. Lo que si le sorprendió era el frío que hacía. Aún para estar dentro del subte. El frío era tal que cuando, en la estación Lacroze, un gordo rechoncho y de divertido andar, se le sentó al lado, Carusso se sintió realmente cómodo.

Para la siguiente estación el rey Euristeo debería haber encomendado a Heracles como su doceava prueba el intentar introducir una hoja de papel entre hombro y hombro de cualquiera de los pasajeros del asiento de la línea B. Hubiese fallado estrepitosamente.

Ni un ávido observador, ni un microbiólogo con su mejor microscopio, ni un profesional de “¿Dónde está Wally?” hubiese sido capaz de discernir donde empezaba un pasajero y donde terminaba el otro.

Carusso estaba realmente “dentro” del gordo. Pensó que así debía de sentirse dormir en una almohada rellena con plumas de ángel. El gordo no olía mal tampoco, lo cual, para un gordo de este tamaño en las profundidades subterráneas de la ciudad de Buenos Aires, era todo un logro.

En la siguiente estación sucedieron dos cosas frecuentes para quien está acostumbrado a viajar en transporte público, pero que siempre lo dejan a uno dubitativo y cuestionándose las reacciones más básicas de la propia naturaleza humana. Los que no viajan en transporte público, hagan el favor de dejar de leer esto de inmediato. Atorrantes. Sinvergüenzas.

Coquí que estaba recostado cual Cleopatra en los apoya valijas arriba de los asientos dejó caer su brazo derecho apuntando con un dedo, de una sucia uña amarilla, perfectamente por encima de la vieja, mirando con una sonrisa de demasiados dientes a Carusso.

En fin. Como decíamos, en la siguiente estación sucedió algo que puede pasar. Porque al fin y al cabo todo puede pasar, ¿No? Quizás es solo una cuestión de tiempo, o de circunstancias adecuadas. Si queremos o no que pasen es otra cosa, pero que poder, pueden pasar. ¿O no mi´jo? No me distraigan que me voy por las ramas.
Hablando de ramas, ¿Vieron que chiquititos que son los murciélagos cuando están colgados boca abajo? Y después salen volando y parecen enormes. Que cosa seria. Al fin y al cabo uno putea pero todos quieren ser más grandotes o más altos. El pavo real con su cola, el murciélago con sus alas, las minitas con los tacos…. Que cosa seria che. Desvarío.

Un señor bajito y de anteojos se levantó (inexplicable es el cómo, dada la presión que ejercían los demás pasajeros del asiento sobre su cuerpo para mantenerlo en el lugar) y pidiendo permiso se bajó del subte, dejando a la izquierda de Carusso un claro asiento libre. Un abismo infinito de espacio hacia la siguiente persona.

Carusso, que a la derecha aún estaba fusionado al gordo, podía sentir el latido de su corazón con su frente. Escuchó como al mismo le comenzaron a fallar los latidos. ¡Pues claro! La lógica indicaría que habiendo ahora esa enorme cantidad de espacio Carusso se hiciera un poco hacia su izquierda quedando a una, ahora, humana distancia tanto del gordo, como del pasajero más allá del abismo.

No obstante una breve mirada entre ambos dio a entender que eso no sucedería. Su fusión era más que perfecta. Su abrazo armonioso. Y la temperatura a la que habían llegado los dos en su abrazo no planificado era la que, ojala, haya en el paraíso.

Coquí podría atestiguar más tarde que de donde él venía, la temperatura era exactamente la opuesta.

Raras son las ocasiones en que un acuerdo tácito se da de manera tan instantánea, sincronizada y perfecta, y aun cuando este tipo de sucesos mágicos ocurren, uno peca olvidándolos; ocasionando que la magia de los mismos se envanezca tan rápido como se formaron. 

Resolvieron entonces quedarse como estaban, sellando el acuerdo con una casi imperceptible sonrisa.

El segundo hecho ocurrido en este particular viaje fue el de la vieja.

Una vieja, eterna en su edad y más aún en sus mañas, vislumbró el reciente espacio libre en el asiento, encontrándose a medio vagón de distancia, lo que a términos prácticos de distancia en un vagón tan lleno, daba lo mismo que se encontrase en otra galaxia. O en otra dimensión incluso.

Pero la vieja entróle a correr. A moverse rápido va. A moverse.

Pero a moverse encarando para el asiento, a no confundirse.

Propinando codazos con sus cuasi transparentes manecitas, ayudándose a llegar a su destino a costas de certeros golpes con el mango de su paraguas a aquellos ilusos que estuvieran distraídos. ¡Es decir a cuanto pelotudo estuviera en su camino hacia aquel preciado trono!

Virtualmente enfrente del Gordo, y por ende a 60 centímetros del asiento libre, había un muchacho de unos 22 años parado mirando la nada. Un excelente estudiante, o acaso un desastre caminante, reflexionó Carusso. Con porte desprolijo y una barba que no se sabe si aún ha decidido comenzar a crecer. Espalda ligeramente encorvada, pero relativamente despierto en su mirada. Fue este muchacho quien dejó pasar al señor de anteojos, siendo quizás, por regla del subte, quien tenía más derecho a reclamar el asiento. ¡Además era el que estaba más cerca! ¡Que joder!

El muchacho miró la vasta enormidad del espacio vacío y como no enteramente seducido por el mismo viró hacia los costados. Como quien ofrece una medialuna que se cayó al piso, pero que solo uno mismo vislumbró el percance. Debía, en condiciones normales de resultar un manjar para cualquiera, pero inexplicablemente nadie se lo aceptaba. Lo mismo ocurrió con el asiento.

El muchacho, casi resignado, empezó a mandar los estímulos eléctricos necesarios para que su cuerpo se moviese hacia el asiento. Fue cuando entonces se escuchó un: “¡¡¡MIO!!!”- proveniente de la vieja que se encontraba aún a medio vagón de distancia.

El muchacho quedose helado frente a la imagen de esta milenaria mujer repartiendo paraguazos a diestra y siniestra recortando distancia hacia su objetivo. Sus ojos, abiertos como platos, intentaron buscar un cómplice en su asombro, como cualquier persona hace frente a estas situaciones que solo significan una cosa… “¿Está loca, no?, ¿Alguien está viendo lo mismo que yo estoy viendo?”. El muchacho solo debía dejarse caer para reclamar ese asiento, y todos los pasajeros podrían haber incluso aplaudido esa proeza. Pero la vieja no se daba por vencida.

Estando a 3 metros del asiento, la vieja balanceó su cuerpo levemente hacia atrás, apoyó el mango del paraguas en su hombro trasero y adopto la posición que usan los lanzadores de jabalina hacia el asiento vacío.

Sin que nadie tuviera tiempo siquiera a procesar lo que estaba sucediendo; porque convengamos en que cuando uno ve algo tan inusual, el cerebro no procesa la información y surge el efecto denominado: ciervo-en-la-ruta-frente-a-un-camión-que-se-avecina-a-200km-por-hora, o el reconocido entrar-al-cuarto-de-los-niños-para-encontrarlos-jugando-con-un-enano-disfrazado-de-payaso-que-al-verlo-a-uno-entrar-sale-corriendo-y-se-arroja-por-la-ventana; la vieja gritó nuevamente “¡¡¡¡MIO, MIO!!!!”- y arrojó el paraguas cual lanza de Leónidas hacia el asiento con una fuerza y gracia sorprendente. Ni Flash, ni Goycochea en el ´90 hubiesen sido capaces de atajarla.

El paraguas en su trayectoria falló en clavarse en el asiento, que era seguramente la intención que la perpetuadora tenía. Sino que más bien salió por la ventana que estaba abierta a milímetros de la cabeza de Carusso. Pero si tuvo otro efecto, que fue el de disuadir por completo al muchacho de intentar sentarse.
O más bien, lo dejó petrificado de asombro frente a la proeza física que acababa de observar en esa vieja atorranta. Y no era el único sorprendido. Todos los ojos de la formación buscaban alguien con quien compartir el: “¡Yo también lo vi! ¡Yo lo atestigüe!”, pero temían exclamarlo en voz alta.

La vieja aprovechó la confusión y de un último empujoncito al muchacho tomó asiento. Se acomodó los rulos, levantó la pera, como si acabase de tomar el más fino te de Inglaterra y acá no pasó nada.
“Debe tener muchos paraguas”- aventuró un viajero poco frecuente.

Carusso ahora al lado de la vieja, resolvió que haber conocido a Coquí fue un hecho terriblemente afortunado en su vida, puesto que, de lo contrario, quizás no hubiese pensado hacer nada.

“Si si, ya sé”- dijo Carusso sin darle tiempo a Coquí a que diga nada.

“¿Qué?”- Preguntó el gordo.

“Nada, nada”- respondió Carusso abrazándose aún más a la panza del gordo, resolviendo disfrutar de las dos últimas estaciones antes de empezar su trabajo. Al fin y al cabo, ¿Por qué era que estaba en el subte? No se podía acordar. Siempre terminaba en ese tipo de situaciones.


Pedro Gomez Goldin

No hay comentarios.:

Publicar un comentario