domingo, 5 de febrero de 2017

Fue en Urquiza

Fue en Urquiza.

O acaso en los bordes del barrio. No me acuerdo con exactitud, por qué hoy en día se siente como un sueño lejano. Si bien esto terminó hace dos días. Es por eso que desaparecí tanto tiempo, y estuve sin escribir nada.

Algunos ilustrados, o acaso chantas barbaros, dicen que la mejor manera de encontrar inspiración, es yendo a buscar camorra. Ensuciando nuestros zapatos en búsqueda de aventuras o viajes exóticos. Como las monedas del cofre no abundan, decidí ir a esperar el tranvía en el borde del barrio.

Al llegar un vecino paseando el perro, y verme esperándolo, me informo que el tranvía no pasaba por ahí desde hacía 26 años. Le agradecí el dato, pero de todas maneras continué esperándolo. El cusquito me ladró y le pidió al dueño seguir con el recorrido.

Al llegar la noche una señora me recomendó tomarme el 107, o acaso el 41. Le sonreí y seguí mirando el horizonte creyendo en ocasiones que las luciérnagas eran el tranvía acercándose. Pero no, las luciérnagas, generalmente, prefieren ser eso: luciérnagas. No tranvías. Mucho menos rinocerontes.

Al llegar la mañana tenía muchas ganas de ir al baño, pero temía inconmensurablemente que el tranvía pasara en lo que me llevaría concretar la tarea. El tipo del perro volvió y me ofreció plata para pagarme un taxi. Se la decline con toda la amabilidad que logré conjurar, pero llegado el punto de la ofensa le acepte los billetes.

Al tercer día de espera los vecinos ya me fichaban y comencé a entablar amistades. Comenzaron a traerme pan y vino, e incluso a hacerme compañía esporádica en mi espera, asegurándome a todo momento que hacía más de dos décadas que las vías estaban clausuradas.

Cuando los calambres en las piernas, de tanto tiempo estar parado, empezaban a ser insoportables, me dirigía hacia la esquina de la otra cuadra, caminando para combatir el entumecimiento. Pero al llegar a la esquina, volvía corriendo, aterrado de que por fin se decidiese a aparecer.

Al quinto día logré que un sereno me prometiese que me cuidaría el lugar, dado que necesitaba ir a comprar habanos con la plata del taxi que me había regalado el hombre del perro; pero cuando llegué de la tarea el sereno no estaba donde me dijo que estaría. Todos los vecinos me aseguraron que el tranvía no había pasado en esos 15 minutos que me había ido. Ninguno logró convencerme del todo.

El decimotercer día empecé a dudar. Quizás el tranvía verdaderamente no pasase más por acá. Quizás hubiese sido más fácil salir a buscar aventura a pie. Pero cuando mi voluntad comenzaba a flaquear; los vecinos de la zona comenzaron a saludarme con un “buenos días pedro”, trayendo panes cada vez más sabrosos y alguno inclusive al darme charla, se le escapaba una mirada fugaz al horizonte, acaso creyendo haber visto algo.
Las noches se hicieron frías, pero un gaucho viejo y retirado me trajo un poncho que pertenecía a un tío abuelo, o acaso a una prima lejana; lo que hizo de las noches además de más templadas, un poco menos obscuras.

El veintavo día, a eso de las 4 de la mañana, mientras pateaba piedras y caminaba en círculos esquivando las baldosas rojas; sentí una fuerte vibración en el piso. Miré en el horizonte y vislumbre la distintiva luz que emite el foco principal de un tranvía. Se acercaba a paso lento pero seguro. Quise mirar hacia los costados de la calle para ver si alguien más estaba esperando; pero los vecinos me habían dejado solo. No tenía con quien compartir el momento, más que conmigo.

Al llegar a mí, se abrieron las compuertas y un maquinista vestido de manera inmaculada, con un fino bigote negro me sonrió ampliamente invitándome a pasar, señalando un vagón decorado con muebles aterciopelados color vino, y dos azafatas pelirrojas que parecían hacer juego con el decorado. Altas y sonrientes me invitaron a pasar. El escenario, como si esto fuera poco, parecía estar decorado con un pequeño coro de voces angelicales que provenían aún no sé de donde, y la luna, en lugar de su usual brillo plateado, comenzó a despedir fulgores de luz dorada y escarlata, cual fuegos artificiales en año nuevo.

Frente a este escenario, me di la vuelta y en la esquina pedí un taxi. “A triunvirato al 5000”-le pedí.

Pues verán, yo lo que quería, era esperar el tranvía. No tomarlo.

De algún modo, aún lo espero


Pedro Gomez Goldin.