lunes, 15 de febrero de 2016

Dedos De Tiza

Recuerdo un techo blanco. Un blanco Inmaculado e infinito. Un océano en que ninguna mente humana hubiese podido llegar a concebir la posibilidad de una orilla. 

Recuerdo además visitas de gente, francamente idiota. Se me acercaban sin tener respeto alguno por las más básicas leyes tacitas del espacio personal, muchas veces llenándome de baba y pedacitos de masitas secas que habían fallado en masticar a un cien por ciento. Sin mencionar, por supuesto, el lenguaje con el que intentaban comunicarse conmigo. Osiris me libre.

“¿Dónde está él bebe?”-  Preguntaban en general los imbéciles. “Acá estoy grandísimo pelmazo, si me estás viendo.”- Solía responderles, pero hacían oídos sordos a mis respuestas.

“¿De quién es esta pancita?”- Preguntaba otra zapalla, por lo general atacándome con tenazas esmaltadas de diversos colores. “¡Mía, es mía maldita sea, condenada bruja del infierno!”- las amenazaba en vano.

“Bubutaga, abubu bubu”- Proferían los malditos deformes, intentando acaso emular el sonido que de seguro harían cuando los sumergiera en las profundidades de una ciénaga. 

Cómo disfrutaría ver el último aliento de estos animales primitivos escapar de sus bocas mientras sostuviera su cabeza bajo aguas estancadas. “¿Abubu cuánto?, ¿Qué dices ahora marrano?”- les preguntaría sonriendo.

Si bien las huestes que me torturaban eran casi interminables, impidiéndome el retener sus rostros, dos de ellos han quedado estancados en mi memoria, dada la frecuencia e intensidad de sus castigos.

Mañana, tarde y noche me retenían en esta jaula de inconmensurables y eternos barrotes, rodeada de fieros animales monstruosos que celaban mi prisión, sin acaso moverse ¡o pestañar siquiera! 

De que infierno habrían salido esas criaturas me era inexplicable. Lo peor de todo era que ocultaban su ferocidad y violencia bajo una carcasa de suave armadura, una suerte de felpa. Como incitándome a atacarlos, quizá para tener una excusa con la que luego destrozarme a golpes. Pero no les daría el gusto, malditos engendros.

Como decía, dos de mis torturadores eran recurrentes. Uno de ellos, el barbudo, ejercía una violencia física hacia mi casi indescriptible. Solía sostener mis brazos e intentar arrancármelos, levantándome del piso de mi prisión. Pero mi fortaleza física era demasiada para este primate peludo. Cuando veía que me negaba a abandonar mi prisión, usando mi cabeza como contrapeso para mantenerme en ella, colocaba una mano detrás de mí nuca y me arrojaba a escasos centímetros del océano blanco. Si bien no llegaba a sumergirme en él, esta bestia bruta hacia todo su esfuerzo para arrojarme hacia allí. Intentando quizás volverme loco.

Pero no sabían a quien se enfrentaban. No me dejaría vencer tan fácilmente. Palurdos.

Es ahí cuando él iniciaba un cambio de táctica, abandonando la tortura física y comenzando la psicológica. El barbudo gigante, ponía su rostro extremadamente grande, quizás tanto como mi torso entero, a escasos milímetros de mí, mientras repetía durante horas dos letras: P, A. 

Debo reconocer que muy cerca estuve de rendirme, mis sensibles oídos no podían aguantar demasiado tiempo a este energúmeno gritándome durante tanto tiempo esas dos letras sin sentido. 

“¡Me rindo! ¿Qué quieres? ¡Dímelo maldito seas! ¡Dímelo! ¡Yo no sé nada, pero por favor, deja de gritarme en el oído o perderé el juicio!”- Pero este primate hacia caso omiso a mis súplicas. Todos los días era sometido a este tratamiento, sin saber por qué o hasta cuándo.

Y también estaba ella. Oh maldita víbora. Era acaso la peor. La bruja de cabellos largos era mi torturadora más frecuente. Rara vez desperdiciaba una oportunidad para castigarme tanto física, como psicológicamente. 

Ella se encargaba de que los monstruos celadores de mi jaula estuvieran siempre en un lugar distinto, seguramente para que no tuviera oportunidad de aprenderme sus rutinas y así desincentivar mi posible escape. 

Solía colocarme además, chalecos de fuerza que limitaran mis movimientos, todos de vivos colores que lastimaban mi visión de halcón. De la misma manera que el energúmeno barbudo, la víbora de largos cabellos me escupía cada dos por tres letras pausadas y sin sentido: M,A.

Mis intentos por golpearla para que se calle, solo ocasionaban que se riera e iniciase un escalofriante intento por comerme. Si, así es. Intentaba comerme, sin usar los dientes. Mis pies y manos, mi torso y mis cachetes. El dolor era tanto que me parece increíble poder estar contándolo en estos momentos. 

Pero la víbora no se contentaba con esto. Ella además había emprendido la tarea de no dejarme dormir.

Cada vez que lograba conciliar el sueño para escapar de mi tormento por algunas horas, esta víbora gigante se acercaba a mi jaula y comenzaba a zarandearme en todas direcciones, muchas veces dándome feroces golpes en la espalda y sacudiéndome enérgicamente de arriba hacia abajo mientras me ordenaba que me calle. “¡Déjame dormir, maldita bruja endemoniada!, ¡Mi venganza será terrible, ya lo veras!”- le gritaba. Pero ella no se dejaba amedrentar por mis amenazas.

Estos son los primeros recuerdos que poseo. No obstante el más vívido de todos ellos es de cuando me visitó el hombre de los dedos de tiza.

Una tarde de verano, desperté con la sensación de que algo me había tocado la frente. Al abrir los ojos un dedo blanco y duro estaba apoyado entre mis cejas. 

Lo primero que pensé era que de seguro tendría que enfrentarme a alguna nueva tortura por parte de mis captores. 

Pero no había fuerza punible en este toque, sino más bien un mero llamado de atención. Nunca había visto un dedo tan blanco y duro, asique hice lo que cualquier humano normal haría en mi situación: lo sujete entre mis manos y decidí probarlo, para ver de qué se trataba. 

Era frio al tacto, y si bien nunca había degustado la tiza, resolví que sabía a ella. 

Fue entonces cuando el hombre río. 

Cuando alcé la mirada noté que la mano blanca, dura y con gusto a tiza estaba conectada a una manga negra y holgada, conectada a su vez a una túnica opaca, perteneciente al dueño de aquella risa.

Me llamó la atención las dos cuencas vacías que tenía por ojos, la ausencia de nariz y como podía ver sus dientes aún si su boca estaba perfectamente cerrada. 

¡Pero más aún me llamó la atención que estuviese llevando esa flor de túnica con el calor que hacía! El señor de seguro tendría calor, así que hice lo que cualquier hombre con un poco de responsabilidad civil haría, y le convide de mi biberón.

“No, muchas gracias”- Dijo con una voz cavernosa y vibrante.

“Más para mí”- Respondí, burlándome de este sujeto que había rechazado sin ningún tapujo, el néctar refrescante que acababa de ofrecerle.

“Toda”- Volvió a responder. 

Fue ahí cuando me quede anonadado. ¡Este hombre podía entenderme! Al fin alguien con quien poder conversar y acaso escapar durante unas horas al tedio de ser torturado mañana, tarde y noche. 

Al fin alguien con quien discutir las cosas importantes de la vida. La excitación me impedía resolver que preguntar primero. Sería mi primera charla propiamente dicha.

“Soy la primera persona con la que todos tienen su primera charla propiamente dicha”.

“¿Acaso puede también leerme la mente, señor Dedos de Tiza?”- Pregunté desconcertado.

“Es la primera vez que me llaman así. Sí, claro que puedo.”-Respondió sin mover la boca. Lo que me dio la pauta de que la charla se estaba dando sin que hagamos uso de nuestras cuerdas vocales. Como sucede a la hora de pedir las respuestas a un parcial de química de secundario, al compañero de banco.  

“¿Sabes por qué estoy acá?- Inquirió el hombre.

“No, pero de seguro espero no haya sido para preguntarme si quiero cambiar de compañía telefónica, porque me tienen al plato llamándome con esas cosas”.
Las cuencas que eran sus ojos se deformaron hacia abajo formando un incuestionable signo de interrogación en su mirada. “No… ¿Pero cómo es posible que…?”

“No me digas que me venís a ofrecer un seguro tampoco, porque te mando a freír churros también eh”- Lo interrumpí. 

“No…”- Dijo aún más extrañado que antes.

“¡Ya sé!, venís a dar las “buenas nuevas” o alguna mogoteada por el estilo, ¿No?”- Pregunté socarronamente. 

“No trabajo para quien vos decís”-Dijo el hombre, aunque no entendí a que se refería.

“Tampoco trabajo para el otro jugador, pesé a lo que la mayoría de las personas creen”-Continuó. 

“No, soy un actor independiente desde el principio de los tiempos, antes incluso. Lo que vengo es a proponerte un juego”.

No podía negar que me vi atrapado por la sugerencia. ¿Un juego? ¿Qué clase de juego sería? ¿Por qué a mí? ¿Sería acaso especial?

“No”-Respondió a mí no pronunciada pregunta. “Es un juego que tengo la obligación de proponerle a todos, y jamás nadie me ha derrotado”. 

“¿A todos? ¿Y todos pierden? Que manga de perdedores. ¿Y no hay nadie que no haya aceptado jugar?”

“Dos o tres nomás, pero te aseguro que al cabo de un tiempo se arrepienten de no haber aceptado mi juego.”

“Debe ser divertido entonces, ¿Quiénes no te aceptaron?”

“Un porfiado llamado Highlander, Vlad Tepes, aunque cada un par de años se cambia de nombre, y Elvis.”- Respondió con fastidio, casi dando a entender que estaba hasta la coronilla de tener que responder siempre lo mismo.

“Y… emm… ¿Qué clase de juego es?”- Pregunté para no quedar demasiado regalado.

“Una carrera”-Respondió

¡Ja!-Pensé ¿Una carrera? Este tipo no tiene chances, si es puro huesos, literalmente. Esto es pan comido. ¿Qué tan rápido puede llegar a moverse? Aparte le falta puchero, no se puede saber a ciencia cierta cuando fue la última vez que se mandó un buen guiso de lentejas. Uno de esos con chorizo colorado, panceta ahumada ananá y todo el chiche. 

Si si, me gusta ponerle ananá al guiso. ¿Algún problema? Ah. Me parecía. 

“¿Y si te ganó? ¿Qué me das?”- Pregunté.

“Un deseo. Lo que vos quieras en el mundo y fuera de él. Cualquier cosa”- Respondió.

“Otra que el kini”- Agregué.

El hombre volvió a sonreír cavernosamente, llevándose una mano raquíticamente flaca a la altura de su ombligo.

“¿Y si en una de esas, digamos que de casualidad, llego a perder?”- Pregunté porfiadamente, puesta mi concentración en cual podría ser mi deseo. ¿Pañales limpios? ¿Una mamadera nueva? ¿Poder infinito e inconmensurable? Esto pintaba prometedor.

“Morirás”- Dijo solemnemente. 

“Apaaaa, que dramático che, no sé si me entusiasma tanto la cosa che, mira si me haces trampa o algo así.”- Mentí. Dado que dudaba que este espantapájaros de persona pudiese ser capaz de hacer trampa alguna. Incluso si lo intentase, no influiría demasiado en mi inminente victoria.

“No solo no hay trampas”- Dijo esbozando una sonrisa. “Sino que además te voy a dar una ventaja”.

Ahí fue cuando supe que la cosa estaba cocinada. Una carrerita y podía escapar de mi prisión, o hacer cuanto quisiera. Quizás podía fundar mi propio país, y obligar a la gente a que hicieran cosas ridículas, como ser: ¡pagarle ridículas cantidades de dinero a un tercero por alquilar un departamento! ¡O elegir líderes que gobiernen territorios más vastos de lo que la vista alcance a ver, atendiendo a los más caprichosos intereses y dominados por la corrupción! ¡O inventar un aparato que fuerce a las personas a pasar la mayor parte de su vida observándolo embobados, removiéndoles la capacidad de hacer nada productivo! ¡O Arruinar algún exquisito manjar con una fruta deshidratada, quizás una uva o algo así! ¡Mua Jua Jua! Las opciones eran realmente infinitas. Si encima tenía ventaja, no podía fallar.

“¿Cuánta ventaja?”-Pregunté

“Toda una vida”- Respondió.

“Juguemos.”


Pedro Gomez Goldin

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