Desde que entró
en mi vida, nunca más nada pudo considerarse normal. Y no sé si decir que ella
entro en mi vida es correcto, quizás yo entre en la suya. O quizás la percibí
en ese momento determinado, pese a que ella siempre estuvo ahí.
Durante 7 años
hice el mismo camino al trabajo. Siempre la misma ruta. Conocía todos los
adoquines, cada surco en cada casa y la forma de las hojas de cada árbol. Podía
determinar si llovería o haría calor de acuerdo a la posición de las flores de
una plaza. Pero ahora me doy cuenta que caminaba con los ojos cerrados, mirando
sin ver. La gente alrededor mío eran fantasmas, actores secundarios en una obra
que desaparecerían con la misma velocidad que entraron en mi camino.
Hasta que
me choque con tu pilar.
Mi reacción
instantánea fue disculparme. Quizás me había chocado con alguien, estando
demasiado compenetrado en mi café y mi diario. Pero rechacé esa opción
inmediatamente y fue remplazada por enojo. Prendí mi consciencia y apague el
piloto automático para tomar noción de donde estaba.
Estaba cerca del trabajo,
me había bajado del subte y estaba en el medio de Plaza de Mayo. Como era
posible que me hubiese chocado con el pilar del centro de la plaza. ¿Yo? Que había
hecho esta ruta durante años, que la conocía mejor que a mi propio cuerpo. La
única respuesta probable es que la marea de gente me había ido llevando, cual
niño que vuela un barrilete, a chocar con el pilar. Es por eso que el enojo
reemplazo a mi deseo de disculparme.
Aún sin embargo
no estaba decidido en que sentir, dado que también considere tener vergüenza.
¿Quién jamás se ha chocado con una estatua? O peor aún ¿el pilar de una estatua
de 15 metros de alto? Abrazando esta vergüenza sopesé simular que nada había
pasado, zambullirme de nuevo en la marea de gente, entrar en mi rutinario trance
y no despertar hasta que hubiese llegado al trabajo.
Hoy en día me
doy cuenta que ni siquiera ahí me hubiese despertado del trance. La rutina me
mantendría dormido de por vida. Camino al trabajo, trabajo, camino a casa,
casa, más trabajo, dormir y volver a empezar. Ese pequeño accidente fue quizás
lo primero que me despertó en años.
Estaba por
primera vez despierto.
Como si el
propio sol quisiera darme la razón decidió enviarme un cálido rayo de luz que
me beso la frente, como una madre a un recién nacido. Me percate que el día
estaba frio y terriblemente nublado. Pero el sol igual me besó, y disfrutando
ese beso alcé mi mirada hacia él. Solo que no lo vi. La vi a ella.
Su belleza no
puede ser descripta, mas quizá con lo que me hizo sentir. Encima del pilar
estaba la estatua de una mujer. Vestida con una toga, su cabello largo confería
movimiento a su figura. Tenía una corona de rosas en la cabeza y los ojos
cerrados. En su mano tenía un escudo y nada más. No necesitaba nada más.
Durante
exactamente 9 segundos sentí, literalmente mi corazón dejar de palpitar,
dejando una sensación de ardor en el pecho y la incapacidad absoluta de ingresar
aire en mis pulmones. Fue una sensación espantosa y hermosa en simultáneo. Como
quien está a punto de ahogarse sabiendo que está a tan solo unos metros de
salir a la superficie, el pecho quema y la garganta desgarra. Sin embargo al
emerger y tomar esa bocanada de aire, los pulmones se llenan de vida. Duele sí.
Pero uno entiende que está vivo. Creo que es el ejemplo más apropiado para
describir lo que sentí. Imaginé un sendero de luz blanca y espuma de mar. Una
única lágrima salió de mis ojos, quemándome las mejillas y dejando en mi pecho
al caer, una cicatriz.
Me di cuenta que muy posiblemente era la
primera vez que tenía los ojos abiertos. Si alguien se me hubiese acercado para
decirme que acababa de nacer, no lo hubiese dudado.
Desde ese día,
mi camino al trabajo tomó una hora más a la ida y una hora más al regresar.
Debía obligatoriamente frenar a admirar la belleza de la estatua y permitirme
disfrutar las extrañas sensaciones que me producían. Dejé de soñar en las
noches para ser desvelado por esa imagen en mi cabeza. Increíblemente jamás me
sentí cansado. No recuerdo poder pensar en otra cosa que no fuese ella.
Aproximadamente
100 días después, aún frenando para admirarla; rutina que se había convertido
en el epicentro de mi vida, mi razón para despertar y energía para moverme; una
voz detrás mío dijo –“Bajo la luz de la luna”- . Pero cuando me di la vuelta no
había nadie ahí. Creí vislumbrar el contorno de un hombre enorme con un
sombrero de ala ancha mezclándose en la multitud, pero eran tantas las chances
de que haya sido él como las de que no, por lo que no le di mayor importancia.
¿Bajo la luz de la luna? Me pregunté. Cuando alcé la mirada para despedirme de ella
un cuervo negro se posó sobre su hombro izquierdo.
Esa noche sin
estar en trance, observé que había luna llena. Y que jamás había visto un
cuervo en Buenos Aires. Así que decidí dejarme llevar por el sueño. Caminé
hacia ella. Temía que si no fuera hacia ella de otra manera que no fuese
caminando, lo que fuera que tenía que suceder, no ocurriría.
No sé cuánto
tiempo me tomó. Pero nunca me había dado cuenta que las ciudades tienen vida
propia. Que los edificios respiran. Que las calles transpiran y las luces
comen. Todo alrededor estaba vivo, hambriento y estático.
Cuando
finalmente llegue a ella, la luna parecía iluminar aún más que el sol, y todas
las luces de esa plaza, quizás de Buenos Aires, o hasta a donde a mí respecta,
el mundo entero, se apagaron.
El cuervo seguía
en su hombro izquierdo y un segundo se posó sobre el derecho. La luz de la luna
la hacía aún más bella, cosa que creía imposible. Perfecta. Y por un segundo,
quizás menos… sus ojos se abrieron. No solo se abrieron sino que en ese mismo
segundo, el segundo más largo y más corto de mi vida, esos ojos me miraron y un
fugaz brillo atravesó su mirada con una luz dorada y plateada, que sospecho, si
alguien hubiese estado viéndome, habría encontrado durante el lapso de ese
segundo, también en la mía. Ese segundo fue suficiente para darme cuenta que no
solo era una estatua. Era la siempre eterna luz que quería tener en mi vida.
Quizás incluso más. Me pertenecía y no me pertenecía. Yo era suyo y no lo era.
Pero tenía que liberarla.
Como esperando
que ese pensamiento atravesase mi mente cual bandera de largada en una carrera,
ambos cuervos se lanzaron en picado hacia mi fusionándose entre ellos en uno
solo: Hugin y Mugin (como aprendí en ese instante se llamaban los cuervos)
convertidos ahora en una sombra negra me golpearon tan fuerte en el pecho que
me tiraron dos metros hacia atrás y caí golpeándome la nuca contra el duro
piso.
Me desperté no
tanto tiempo después, dedujé dado que seguía siendo de noche y la luna aún
iluminaba todo. Como proclamándose, como de hecho lo hizo mucho antes de que
nosotros caminásemos la tierra y los sueños, la reina de la noche. Encima del
pilar, ella tenía los ojos cerrados.
Era mi misión, mi vida, hacer que los volviese
a abrir.
La sombra negra
resultó ser un sombrero de ala ancha de cuero y plumas aceitosas, frio y
agradable al tacto. Sin saber bien porque, me lo coloqué y una idea hablada por
dos voces, el pensamiento y la memoria, me develaron en simultáneo cómo debía despertarla:
-“Música, Nadie Presente”-. Dijeron. -“El Lugar Más Frio”, “Nadie Presente”,
“Solo”, “Frio”, “Sacrificio”, “Sueños”,
“¡DESPIERTA!”-Gritaron.
Y comprendí que
debía hacer. Si bien no estaba demasiado seguro del cómo. Tenía que buscar el
lugar más frio del mundo. Quizá incluso más que otros mundos. Borré
instantáneamente los pensamientos infantiles que me asaltaron, como los de ir
al polo norte. Dudaba mucho encontrar la respuesta ahí. Pero si recordé haber
leído sobre Hierapolis, ciudad ahora conocida como Pamukkale en Turquía. Ciudad
que había visitado y me había enamorado profundamente. Comprendí en ese
entonces el porqué.
Tenía que volver.
Sin perder más tiempo me quité el sombrero, tomé un taxi a casa, empaqué lo
necesario, frené en una tienda musical en el camino a Ezeiza y me dirigí hacia
el aeropuerto sin pasaje.
No fue demasiado
difícil conseguir uno. 47 horas después estaba en un micro saliendo de Estambul
rumbo a Pammukale. Tres días y medio
habían pasado desde la noche de la luna en la plaza de la estatua, y si bien no
había logrado pegar un ojo (nunca pude conciliar el sueño en los aviones) la
ansiedad opacaba completamente el cansancio.
Caminé el valle
y subí la montaña de calcio descalzo mientras el agua semi-congelada latigaba
mis tobillos. Entre medio de las ruinas romanas y griegas busque lo que se
supone que debía estar buscando. Cuando el sol se encontraba en su punto más
alto dos columnas proyectaron la sombra de una puerta que no debía existir. Y
sin embargo ahí estaba. Tomé la guitarra que había comprado camino al
aeropuerto, me coloqué el sombrero negro y abrí la puerta.
Una escalera en
espiral, sin paredes a ninguno de sus lados, descendía eternamente. Si bien mi
corazón se encogió al ver tanta obscuridad y todo mi instinto gritaba y
pataleaba para que dé la vuelta y volviese a las ruinas de Pamukkale, pensé en
ella para invocar la valentía suficiente para acallar mi temor y comencé a
descender.
No sé cuánto
tiempo baje esas escaleras. Quizás fueron horas, quizás días. Eran demasiado
estrechas para sentarme y toda mi concentración estaba puesta en que mis
tobillos, completamente exhaustos, no se torciesen por el cansancio. De lo
contrario sería mi fin. Suponiendo que había un final para todas esas malditas
escaleras. A medida que fui descendiendo me percaté que había tres anillos de
obscuridad distintos, cada uno más obscuro que el anterior. Dante no estaba tan
alejado con lo de los círculos del infierno después de todo. Solo que no eran
7. Tan solo 3.
Creó que en el
camino morí varias veces. Solo recuerdo arrodillarme en un piso negro como la
brea y de una consistencia que me hizo pensar en agua sólida. No hielo. Solo
agua sólida.
Una puerta de
madera despedía una luz blanquecina por una fina hendija, y supe que tenía que
sacrificar algo para poder abrirla. O que más bien necesitaría de algo para
poder salir del cuarto que despedía esa luz blanquecina. La guitarra que
llevaba conmigo estaba aún libre de golpes y magulladuras, no obstante sabía
que no iba a sobrevivir la tarea que estaba en frente mío, con una simple funda
de cuero como la que estaba llevando.
Un perro negro
como la obsidiana se hizo presente ante mí y me dijo sin decir, que a cambio de
un sacrificio él me daría el instrumento que estaba buscando. Le prometí con mi
pensamiento y mi corazón, que si me daba ese instrumento, después de que haya
realizado mi tarea, podía quedarse con mi brazo derecho. El perro, sonrió una sonrisa
siniestra, que significo muchas cosas al mismo tiempo, pero la más importante
fue que aceptaba el trato.
La funda de la
guitarra ya no era de cuero, sino que ahora se convirtió en piedra. Una piedra
pesada y áspera al tacto, gris marmolada con el color de las cenizas. El único
material que podría mantener el sonido del frio más frio que existe.
Cuando abrí la
puerta de madera, sobre una silla roja en el cuarto más blanco que pudiera
alguien imaginar, estaba sentado un hombre. Su cabello era tan rubio como la
arena del desierto, sus ojos tan celestes como el cielo al salir el sol luego
de una tempestad. Su belleza no solo intimidaba, sino que asustaba. Unas alas
negras enormes se agitaron cuando entré en la habitación. Y sin mirarme, este
hombre hermoso señaló con el dedo, un perfecto diamante en el medio de la
habitación blanca como el día y dulce como el pecado.
Si alguna vez
creí haber tenido miedo, estaba equivocado. Ese momento fue el miedo. Ese
momento debería haberme desgarrado por dentro y hacia afuera, condenándome al
peor de los castigos: no existir. De no haberla conocido a ella, de no haber
sabido de su existencia, de no haber elegido liberarla y hacerla parte
constante de mi vida no podría haberme sumergido dentro del diamante.
Pero lo hice.
Saque la
guitarra de su funda de piedra y me metí con un solo paso firme y sin
permitirme flaqueza, dado que si lo dudaba fallaría inminentemente, dentro del
diamante.
El lugar más frio que existe. Mis ojos se cristalizaron, el aire dentro de mis pulmones se solidificó, agujas de tejer invisibles se internaron en cada uno de mis órganos, mis pensamientos fueron teñidos absolutamente por todos los fracasos de mi vida, de todas las vidas, por todo el dolor perpetuado hacia los justos por personas injustas. Solo la memoria del fulgor de la mirada de la estatua le dio la energía a mis músculos para tomar la guitarra y tocar una melodía, la única melodía que conocía, que podría convertir auténticamente el dolor en algo más profundo.
El lugar más frio que existe. Mis ojos se cristalizaron, el aire dentro de mis pulmones se solidificó, agujas de tejer invisibles se internaron en cada uno de mis órganos, mis pensamientos fueron teñidos absolutamente por todos los fracasos de mi vida, de todas las vidas, por todo el dolor perpetuado hacia los justos por personas injustas. Solo la memoria del fulgor de la mirada de la estatua le dio la energía a mis músculos para tomar la guitarra y tocar una melodía, la única melodía que conocía, que podría convertir auténticamente el dolor en algo más profundo.
El hombre rubio sonrió y una lengua viperina
humedeció sus rosados labios.
Si bien las
cuerdas vibraban ningún sonido salía de la guitarra, pero ya había comenzado a
tocarla y no pensaba detenerme. Cuando finalicé guardé la guitarra en el
estuche de piedra y emergí del diamante del frio absoluto.
Mis ropas se
desintegraron inmediatamente, dejándome desnudo con mi estuche de piedra frente
al hombre rubio de las alas negras. El perro entró en la habitación y mi brazo
derecho se cerró en un puño que no pude volver a abrir jamás. El hombre agito
sus alas y el sombrero, que se me había caído al entrar en el diamante (o había
elegido no hacerlo) llegó hasta mis pies. Me lo coloque con mi ahora única
mano, agarré la funda de piedra y escuché dentro de mi cabeza la palabra
“¡¡DESPIERTA!!”-
Pronunciada por dos voces simultáneas.
Estaba de
regreso en Buenos Aires. Estaba en mi casa.
No podía
contener más la ansiedad. Me vestí lo más deprisa que mi única mano me permitió
y me dirigí, estuche de piedra en mano, hacia la plaza de la estatua. Una vez
allí, saque la guitarra y la coloque a los pies del pilar, en un lugar donde
estaba seguro que al salir el sol, le daría directamente.
Mirando de nuevo a la estatua, sin saberlo por última vez, salí de la plaza rogando que funcione. Si bien era invierno, la luz del alba brillo con más fuerza de la que jamás había brillado calentando la guitarra (y por ende las notas) que el diamante había congelado, y la funda de piedra mantenido, permitiendo que solo la estatua las oyera al derretirse, como se suponía que debía pasar. Aunque yo no estaba presente, sentí que eso había sucedido y pude imaginar como con engañosa pesadez la estatua descendía del pilar para volver a la vida, revitalizándose con cada nota que había tocado dentro del diamante.
Mirando de nuevo a la estatua, sin saberlo por última vez, salí de la plaza rogando que funcione. Si bien era invierno, la luz del alba brillo con más fuerza de la que jamás había brillado calentando la guitarra (y por ende las notas) que el diamante había congelado, y la funda de piedra mantenido, permitiendo que solo la estatua las oyera al derretirse, como se suponía que debía pasar. Aunque yo no estaba presente, sentí que eso había sucedido y pude imaginar como con engañosa pesadez la estatua descendía del pilar para volver a la vida, revitalizándose con cada nota que había tocado dentro del diamante.
Cuando volví al
mediodía el pilar en el centro de la plaza estaba vacío. Y comprendí que ahora ella
estaba libre, rondando la ciudad. Solo debía encontrarla. No buscarla.
Encontrarla.
Y hoy en día te
busco y te espero. En cada persona que veo intento ver ese fugaz brillo único
en tu mirada. Intento percibir si sos realmente vos. Temo que estés ahí,
enfrente mío y no te esté viendo. Ese se convirtió en mi mayor temor. Es por
eso que vivo siempre con la mirada despierta y los oídos atentos. Sé que estas
cerca, porque en ocasiones mi puño derecho tiembla y amaga a liberarse del
sacrificio hecho. Sé que debo vivir buscándote y encontrándote, no esperándote.
Sé que debo sonreír mucho y a menudo. Reír con fuerza y mirar a los ojos. Sé
que no debo pestañear, dado que ese fugaz brillo puede aparecer justamente en
ese pestañeo. Sé que me visitas en sueños y que si vivo así… sé que si hago
eso… volveré a encontrarte.
Pedro Gomez Goldin.
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